Ana era una niña triste y muy insegura. Le costaba mucho entablar relaciones con las personas.
Un día caminando por la avenida principal de su ciudad, se encuentra un lindo perrito, el cual le ladraba y le movía la cola. Ana siguió su camino ignorando al pobre e indefenso cachorro, hasta que derrepente el animal se pone a gemir, pero esta vez lo hizo con pena, con nostalgia, con melancolía. En cada lamento que emitía, en cada ruido que salía de hocico había una especie de poder que logró poseer a Ana, haciéndola retroceder para llevarse consigo al susodicho quiltro.
Lo conservó durante cinco años, creció con él y lo llamó Ronaldo. Ana alcanzó algo que podría ser lo más importante en su vida: Una relación de amistad entre el animal y ella. Supo lo que era amar, lo que era preocuparse por alguien, desde ese entonces supo cual era su razón de existencia.
Pero un día Ana, llegó como de costumbre a casa y se dio cuenta de que el animal no estaba. Lo buscó por todos lados, recorrió toda la ciudad, atravesó calles enteras, incluyendo la avenida en donde lo vio por primera vez, más sin éxito volvió a casa, triste, somnolienta, agotada y con los ojos inyectados en sangre, con un rojo intenso y unas cuentas lágrimas recorriendo su blanca mejilla.
Se acuesta cansada, sin ganas de nada.
Al otro día despierta y vuelve a tomar conciencia; -Podría haberme ido en el sueño- pensaba, más seguía allí, viviendo, respirando, como cada día, como muchos otros humanos que rondaban por la ciudad y por el mundo entero.
Al bajar las escaleras descubre que su madre la estaba esperando en la mesa con el desayuno servido, Ana se sienta, mira la taza servida con agua caliente y escucha: -Está muerto.-
Lo que se produjo en el cerebro de Ana en ese instante no fue mucho, no puedo procesar tal información, le costó imaginar y entender el significado de lo que su madre había acabado de decir.
Con el tiempo Ana ya ni hablaba, en el colegio la tomaban por muda, su aspecto era cada vez más tenebroso, estaba flaca, casi desnutrida y la expresión de su cara inspiraba una profunda amargura y un gran desconsuelo.
Su vida volvió a ser como era antes de conocer a su amigo, pero esta vez mucho peor, patética y decadente.
Guardaba en lo más profundo de su ser sentimientos de dolor y culpa; cada día que pasaba sentía su corazón como una bolsa portadora de alfileres, peor aún, de alambres de púas, los cuales aprisionaban fuertemente el músculo; terminando, Ana, con un intenso dolor en su pecho, al finalizar la monótona jornada de cada día. Y muerta en vida se acostaba a dormir todas las noches.
Amaneció, ese día la pequeña abrió sus ojos y en su mente ya no transcurría absolutamente nada: ni un solo pensamiento, ni una sola idea. Bajó las escaleras y ahí se encontraba su madre, en la cocina, con el desayuno servido; Ana se sienta contempla la taza con agua y escucha: (como si la voz acabara con un intenso silencio que hasta ese entonces se había producido)
-Extrañar no sirve de nada.-
Valeria Astudillo.
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